En el Decamerón, Boccaccio nos muestra la Europa azotada por la peste bubónica a mediados del siglo XIV. En ese contexto, los personajes se refugian de la peste y, sin nada más que hacer, mientras esperan que la peste pase o termine con sus vidas, se cuentan historias. Al borde del colapso de la sociedad, los personajes vuelven a la simpleza de las primeras tribus que construían sus cosmologías entre relatos y noches. Contarse historias.

Armar relatos y compartirlos debe ser una de las prácticas más arraigadas en la humanidad. Desde las mitologías hasta los videojuegos, los relatos son el elemento en el cual se conforman tanto aquello que nos entretiene como también nuestras economías y políticas. Con esto no quiero decir que por ser relatos carezcan de sentido, todo lo contrario; los relatos son el lugar de la inacabable creatividad y tensión que anima nuestras luchas y proyectos. Pero pareciera que rápidamente olvidamos que los relatos los construimos con reglas que podemos modificar, que los sistemas políticos pueden perdurar o terminar con guillotinas porque somos capaces de cambiar esas reglas; definir los nuevos relatos con los que armamos nuestras vidas. Sin embargo, al borde del colapso, o al menos ante la idea de esa posibilidad, los relatos vuelven desnudos, con toda la inocencia del simple juntarse y contar historias, como un paréntesis al resto de los relatos que están en crisis en el momento del colapso. Hoy estamos en ese escenario. El Coronavirus ha aumentado la incertidumbre, aunque sea solo por la manipulación mediática, sobre el futuro de la aparente estabilidad del capitalismo globalizado y, para los más alarmistas, sobre cómo seguirá la humanidad.

Muchos de los que habitamos el mundo en este momento, por torpeza o porque la división social del trabajo nos condenó a desarrollar únicamente habilidades idiotas, solo podemos contribuir a la pandemia por medio de una cuarentena que interrumpa la vida urbana que habíamos llevado hasta ahora. En esta reclusión surgen preocupaciones aparentemente banales como qué serie de televisión ver o, más curiosamente, qué hacer. Al igual que a los personajes del Decamerón, en un escenario catastrófico, nos preocupa qué tipo de ficciones debemos contarnos mientras esperamos.

Hay una especie de sagrada frivolidad en esto, una frivolidad que se mezcla casi indistinguiblemente con una práctica que nos define como personas: narrarnos historias sobre cómo es vivir en el mundo y sobrevivir para contarlo. Como una especie de catarsis invertida, evitamos la tragedia del contexto relatando cosas para rememorar lo que somos, narradores de mundos y espectadores de ellos. Si bien hay relatos que se nos han ido de las mano y siguen causando catástrofe e injusticia -el capitalismo tiene 500 años de eso-, podemos ensayar los relatos que hagan falta para armar mundos posibles, ya sea para contar buenas historias o para espantar a las clases dominantes con un nuevo fantasma rojo.

Pensándolo bien, solo pueden parecen frívolas las historias que no logran convertirse en modelos políticos. Por eso, en medio de una crisis, todos los relatos parecen banales porque los modelos políticos quedan suspendidos. De cualquier forma, esforcémonos en que los relatos que contemos hoy sean la historia de la emancipación de mañana, para no ser recordados como soñadores diletantes en vez de atrevidos revolucionarios.

Este blog, ya casi anacrónico en la era del “streaming”, es un poco de ejercicio de escritura para resistir la idiotización del trabajo y otro poco de deseo de contar cosas, aunque no tenga la certeza de si va a ser leído o no. En el peor de los casos, lo leerán los algoritmos de vigilancia de la NSA, que desde luego no entenderán nada, a menos que escriba junto “bomba” y “Casa Blanca”. Por consiguiente, escribo con desidia, con la negligencia de no importarme tanto para preocuparme mucho pero con el interés suficiente para teclear un poco alguna que otra madrugada.